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Un viaje, una visita, una compañía temporal. El nudo en la garganta es inevitable cada vez que debo regresar. Las lagrimas -como muchas veces- comportándose a su antojo ruedan por las mejillas en el viaje de regreso. Allá queda esa mujer mayor, en su palacio, sola. Allá queda la mujer mayor que luego de un gozo temporal, dejé. Una mujer que dejamos todos.

Lo tiene todo. Pensarían muchos. Un palacio de cristal, una carroza de oro, incluso belleza durante su octava década; tiene también una familia gigante. Pero no tiene compañía.

Tantas veces lo más sencillo es lo más complejo. No hay quién la lleve a hacer sus vueltas. Pues así se vea fuerte como un roble, ella ya no maneja. Ahora depende de alguien que la lleve. Alguien que use su tiempo para acompañarla a las vueltas más sencillas: la modista, a comprar un esmalte, a llevarle un regalo a una amiga. Alguien que la acerque y la espere con paciencia en su cita en la peluquería.

Una cantidad de hijos que acaparan todos los dedos de la mano. Y una cantidad de nietos que no se pueden contar ni con ambos dedos de la mano. Cifras que no son suficientes para acabar con la espera de ese alguien que la lleve a hacer sus vueltas.

La vida es dura y la vejez es solitaria. Ella uso su tiempo en el arte de criar y dirigir una familia. Nunca tuvo acercamientos con el arte de bordar, pues no se considera muy hábil con las manos. De haber sido de otra manera, seguramente ella habría sido una artista bordadora de bordé, y el tiempo y creatividad estarían impresos en los hilos anudados que decoran nuestras prendas.

Por ahora me quedo con sus historias y con lo que su experiencia reflejada en canas pintadas de rojo, me muestra como un posible reflejo de lo que viven otras mujeres mayores. Soledad.


En bordé hacemos que las mujeres adultas mayores encuentren nuevamente su lugar en la sociedad a través del bordado. Generamos un espacio para que ellas borden nuestras prendas en calma, y con pagos justos.

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